La vulgarización filosófica es práctica del socialismo desde sus orígenes. Por un lado, para no ser un mero posicionamiento político sobre materias puntuales o accidentales, una ambición totalitaria precisa, inexorablemente, de una cosmovisión, y por lo tanto de una concepción de la realidad, del hombre y de la historia que sólo la filosofía puede aportar. Por otro lado, el socialismo, en esa característica perspicacia tan favorecida por su igualmente característica falta de escrúpulos, prontamente entiende la imperiosidad de hacer esta filosofía inteligible para el vulgo, que, al fin y al cabo, ha de ser el instrumento de sus maquinaciones. De igual manera que Rousseau —así lo plantea una voz tan autorizada como Tierno Galván— “trivializa” a Spinoza en su monosubstancialismo panteísta y determinista, derivando del mismo la teoría de la voluntad general, Marx vulgariza a Hegel; Lenin, a Marx; Stalin, a Lenin; el Partido Demócrata, a Rawls…
Con el paso de las décadas, la obra vulgarizadora del socialismo deviene indiscriminada y, en muchos casos, inconsciente. Líderes políticos y activistas sociales se pertrechan de falacias de raíz filosófica sin reparar en su origen —sofismas que convierten en eslóganes, arengas o principios de actuación. Incluso en políticas concretas. Así se suceden ante nosotros, según interese, la justificación de los medios por los fines (Maquiavelo), la identificación de derecho y potencia (Spinoza), la superstición del deber por el deber (Kant)… Alguien podría objetar que reconducir las mentiras de Zapatero a La República de Platón es ilusorio y conspiranoico: entre otras premisas, implicaría asumir que Zapatero ha leído filosofía. Nada más lejos. Sin embargo, no menos ilusorio es considerar que las falacias del socialismo de nuestro tiempo han surgido como por generación espontánea y se agotan en sí mismas. La falacia que emite un socialista en campaña electoral frente a un auditorio lleno de hooligans o en un debate televisivo no es la reproducción directa de un tratado de filosofía leído la noche anterior. No obstante, sí suele ser la vulgarización indirecta y remota de una filosofía, con la intermediación de decenas, cientos o miles de vulgarizadores que, a lo largo de muchos años, se han venido dedicando a simplificar la falacia en cuestión.
En este artículo profundizaré en cuatro que, a mi juicio, desempeñan un papel preeminente en la retórica socialista contemporánea: la falacia del monopolio de los valores, la del determinismo histórico, la de la unidimensionalidad de los derechos y la del enfrentamiento social inherente. Falacias, como veremos, estrechamente relacionadas y potentemente retroalimentadas.
El monopolio de los valores
De acuerdo con esta falacia, la defensa de, o adhesión a, valores como, verbigracia, “justicia”, “libertad”, “igualdad”, “autonomía” o “emancipación de la mujer” sería lógicamente inseparable del apoyo activo e incondicional de todas las políticas propuestas o desarrolladas por el socialismo bajo aquellas banderas axiológicas. El socialismo se afana en convencernos de que tiene el monopolio de lo que es justo o feminista, de lo que garantiza la libertad o conduce al progreso; dicho monopolio se manifiesta en sus políticas, con independencia de su contenido, y la medida en que una persona se adhiera a ellas y las apoye es la medida en que dicha persona valora los conceptos pretendidamente amparados. En función de esta medida, este sujeto será un ciudadano ilustrado y decente o un retrógrado (o facha o fascista o reaccionario o machista o racista o xenófobo o cualquiera de los sinónimos berreados por la izquierda histérica e histriónica).
Por ejemplo, el Partido Socialista promulga una Ley de Violencia de Género que prevé procedimientos especiales y penas diferenciadas para la violencia ejercida por un hombre sobre una mujer, con el objetivo de generar la impresión de que los socialistas se preocupan por las mujeres y hacen algo por ellas. Pues bien, cualquier persona que osa discrepar con su ley, con su criatura, es un machista que justifica la violencia contra las mujeres. Poco importa que esta persona ponga de manifiesto que esta ley vulnera otros principios de rango constitucional (tutela judicial efectiva, presunción de inocencia, principio de igualdad, etc.), o que a lo largo de su vigencia se ha puesto de manifiesto su ineficacia, o que proponga un endurecimiento de las penas como forma efectiva y, desde la perspectiva del conflicto de derechos y libertades constitucionales, menos lesiva, de represión de este tipo de violencia. El socialismo no atiende a razones. Su ley encarna la justicia y la emancipación de la mujer. Les valeurs, c’est moi.
Lo que hace el socialismo es negar (igual que el nominalismo, o Spinoza, o Hegel) cualquier distinción real entre lo esencial y lo contingente. Una perspectiva aristotélica nos diría que lo esencial es perseguir una política que enfrente el problema en cuestión (en este caso, la violencia sobre las mujeres), y que, en tanto que el ser admite los contrarios, es perfectamente razonable discrepar en cuanto a lo contingente (los medios a emplear, la ley a proponer) sin por ello disentir en cuanto a lo esencial: el fin perseguido. El socialismo, por su parte, y como es natural, prefiere una perspectiva platónica, donde medios y fines se confunden en un mundo de las ideas habitado por sus leyes y políticas, contrapuesto a un mundo de sombras en el que ciudadanos ignorantes o malintencionados, que todavía no las comparten, penan y se consumen. (Pero el socialismo es compasivo, y confía en que una adecuada reorientación de la educación conduzca pronto a la superación de este mundo de tinieblas y el ascenso de todos los ciudadanos a su mundo ideal.)
El socialismo vulgariza la dialéctica maniqueísta, que nos presenta la historia como un enfrentamiento sin grises entre el bien y el mal, y se autoproclama como una suerte de Civitas Dei sine Deo que batalla contra los peores instintos del hombre en todos sus frentes. No le ha ido nada mal. Amplios sectores sociales, con frecuencia mayoritarios, se lo han creído. Y lo peor es que la supuesta disidencia al socialismo, acomplejada, lo ha permitido.
El determinismo histórico
Cuántas veces lo escuchamos: “Tenemos que progresar hacia…”, “Semejante medida supondría un retroceso en…”, “Los valores de hoy no son los de…”. El socialismo es perfectamente consciente de la rentabilidad del determinismo histórico. De la persuasión en la idea de una historia lineal que inevitablemente avanza, “progresa”, hacia su mundo de las ideas.
Por un lado, este “progreso”, en esta dirección, sería tan natural y tan necesario como la sucesión de las estaciones. Por otro lado, en un mundo de mentes retrógradas y recalcitrantes que se niegan a aceptar el progreso y lo obstaculizan (“ingenuos… ¡como si fuera posible otro devenir histórico!”), los socialistas son la vanguardia que puede acelerarlo.
Los socialistas, además, son intérpretes de la historia, y nos dicen qué es progreso y qué es retroceso. También son capaces de explicar fenómenos que, como la Unión Soviética o cualquier otro experimento socializador, ponen de manifiesto el fracaso de lo que en otro momento ellos mismos afirmaban que era progreso: efectivamente, era progreso, pues, de la misma manera que Edison tuvo que inventar mil maneras de no fabricar una bombilla antes de inventar la bombilla, el ser humano ha tenido que recorrer varios senderos equivocados (“¡no era esto!”) antes de desembocar en el camino del auténtico progreso. Que es el que el socialista de turno propone en cada momento concreto con el dinero de los demás.
Y es que el socialismo, que nadie se engañe, nunca ha dejado de ser marxista. Lo que pasa es que ha aprendido a ser muchas otras cosas al mismo tiempo.
La unidimensionalidad de los derechos
El socialismo no ignora que la “conquista” de aquellos derechos que ha conseguido que llamemos “sociales” comporta lógicamente la violación de otros derechos: la vida, la propiedad, la libertad de expresión… Pero esto es irrelevante a efectos valorativos. Lo que importa es que quienes carecen de estos derechos conquisten estos derechos, caiga quien caiga. El socialismo atribuye significación política a una sola parte del problema: aquélla de la que puede beneficiarse.
Los socialistas articulan sus demandas políticas como los niños sus demandas fisiológicas: lloran, en la certidumbre de que la satisfacción de sus necesidades y deseos está siempre al alcance de alguien, cuya atención simplemente tienen que atraer. Ese alguien, que en el caso del niño es su madre, y en el del socialista el Estado, es concebido —o retratado— como un ser omnipotente y omniteniente, perfectamente capaz de darlo todo, pero que por algún motivo —que el niño no considera y el socialista atribuye a la insuficiencia del progreso histórico— no lo hace. El progreso histórico, por consiguiente, consiste en protestar hasta que el Estado atienda las demandas del socialismo. Caiga quien caiga.
Repárese en el programa electoral de cualquier partido político de la órbita socialdemócrata (incluyendo aquellos partidos de “centro” y “centroderecha” que, en esencia, han asumido los postulados de la socialdemocracia): la afirmación de derechos de toda índole es omnipresente. Evidentemente la garantía de todos ellos es irrealizable, entre otras cosas porque muchos de estos derechos son contradictorios. Pero eso es lo de menos.
El socialismo, decíamos, no atiende a razones. No es que carezca de capacidad intelectual suficiente para comprender que para financiar sus “derechos adquiridos” no hay dinero, y que aumentar la presión fiscal, endeudarse más o generar más inflación sería inviable, indeseable o ineficaz. No es que no pueda comprender que el mercado no puede funcionar sin libertad en tanto autonomía de la voluntad. Es que se resiste a entrar en este razonamiento. Es mucho más sencillo, y rentable políticamente, reconducir el problema a la mezquindad de un ser abstracto que niega derechos y al que hay que combatir que tratar el problema de los derechos en el ámbito que le corresponde: el de la realidad.
Lo que resuena en esta falacia no es tanto el rancio marxismo (del que, por supuesto, no está exenta) cuanto un irracionalismo de corte no menos decimonónico que desprecia la lógica y los hechos en nombre del sentimiento colectivo y aquellos valores que el socialismo pretende monopolizar. La reivindicación socialista recuerda a la voluntad en Schopenhauer; como Sabine la describe, “una lucha sin fin y sin propósito, un esfuerzo agitado y sin sentido que desea todas las cosas y no se satisface con nada”.
La inherencia del enfrentamiento a la sociedad
¿Qué sería del socialismo sin la lucha de clases? Los socialistas no quieren ni imaginárselo. El siglo pasado fue testigo de la jugada más sucia del capitalismo: la proliferación de la clase media y el aumento del nivel de vida de las clases bajas subsistentes. Ante tan miserable panorama, el socialismo sólo puede hacer dos cosas: desaburguesar a las clases medias (empobreciéndolas, naturalmente) e inventar nuevos enfrentamientos. En ambos menesteres es diligente, pero el que aquí nos interesa es el segundo.
Si a una clase obrera ya difícilmente reconocible le merece más la pena intentar prosperar por sí misma que aplastar a sus empleadores, y no hay perspectivas de que esto vaya a cambiar, el socialismo necesita encontrar nuevas fracturas sociales en las que legitimarse. Como no las hay de carácter natural, se ve obligado a diseñarlas artificialmente, y seguidamente insistir en su existencia y entidad con la esperanza de que sus supuestos integrantes terminen por creérselas: mujeres contra hombres, negros contra blancos, homosexuales contra heterosexuales… Es la misma insistencia de los nuevos marxistas, como Althusser o Žižek, en el antagonismo eterno, llevaba al plano de la política para la captación de votos.
Cada proceso electoral deviene entonces, en la retórica socialista, una batalla a vida o muerte, un todo o nada, en el que perder equivale a la perpetuación de una tiranía social, y ganar significa la oportunidad de implantar la dictadura del nuevo proletariado.
Las reglas del juego
Como apuntaba, lo más grave de todo esto no es que el socialismo intente engañarnos; cosa que, en sus dos siglos de historia, nunca ha dejado de hacer. Lo grave, y al mismo tiempo insólito, es que quienes no militan en el socialismo e incluso aseguran combatirlo hayan, sin embargo, asumido las reglas del juego impuestas por aquél, y muy especialmente estas cuatro falacias. Su “oposición” se convierte entonces en un abanico de discrepancias de matiz, de forma o ejecución, donde toda la autoridad ideológica la tiene el socialismo y los demás no podemos aspirar más que a implementar de manera un poco más eficiente o razonable unas políticas que, en último término, lo son de inspiración socialista.
“Para que el mal triunfe”, decía Burke, “sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”. Entrar en el fondo de la retórica socialista es hacer por el socialismo más de lo que el socialismo es capaz de hacer por sí mismo, en un mundo cuyos hechos le quitan la razón constantemente. Quienes todavía creemos en la libertad tenemos la responsabilidad moral e intelectual de conocer al enemigo y atacarlo en su raíz; de desenmascararlo en sus embustes más básicos, de los cuales vienen estos lodos. De no hacerlo así, de quedarnos únicamente en lo superficial, no sólo lo estaremos dejando escapar vivo, sino que lo estaremos legitimando y, con ello, alimentando.
Revisemos, pues, nuestras premisas, y redefinamos las reglas del juego.